Formamos parte de una
sociedad que tiende a condenar el talento y el éxito ajenos
La envidia paraliza el
progreso por el miedo que genera no encajar con la opinión de la mayoría
Uno de los mayores
temores del ser humano es diferenciarse del resto y no ser aceptado
ILUSTRACIÓN DE JOSÉ LUIS
ÁGREDA
En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue
a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les
dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un
experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era
muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos,
los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante
entraba en la sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma
prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por
oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes,
dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta
medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta
cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al
lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del
experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión
del resto de compañeros.
La conformidad es el proceso por
medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos,
decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría”
(Solomon Asch)
(Solomon Asch)
La respuesta era tan
obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete
estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta
incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos
dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces
por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos
ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en
distinto orden.
Cabe señalar que solo un
25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les preguntaron;
el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de
los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente
más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez
finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que
“distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían
dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento
discordante del grupo”.
A día de hoy, este
estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la
conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de
lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un
obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo
mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para
decidir nuestro propio camino en la vida.
ILUSTRACIÓN DE JOSÉ LUIS
ÁGREDA
Después de 27 años en
la cárcel y ser elegido en 1994 presidente electo de Sudáfrica, Nelson Mandela compartió
con el mundo entero uno de sus poemas favoritos, escrito por Marianne
Williamson: “Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro
temor más profundo es que somos excesivamente poderosos. Es nuestra luz, y no
nuestra oscuridad, la que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para
ser brillante, magnífico, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres para
no serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo. No hay nada de instructivo en
encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti. Esta
grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros; está en
todos. Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma tácita estamos
dando a los demás permiso para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio
miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros”.
Más allá de este famoso
experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el
síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para
evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también
cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la
mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e
incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a
los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a
hablar en público. No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro
de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente
pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.
El síndrome de Solomon
pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte,
revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo
que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos
valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte
de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos.
Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos
vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria
situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este tipo de
conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos
enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real
Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo
que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge
cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros
anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las
cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea
el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros
tienen más.
(dicho popular)
Bajo el embrujo de la
envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas. De forma casi
inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras
propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad
es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la
persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de
imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
El primer paso para
superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de
perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos
detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas
por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de
nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se
trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a
admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros
alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos
nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás
empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia es un maestro
que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por
desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos
por dentro. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de
Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de
sí mismo a la sociedad.
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