En un agresor hay dos
personas en una. La primera es un manojo de inseguridades y dudas. La segunda
aparenta ser un roble, maciza e impenetrable, con un carácter temerario y
desbordado de ira. Es esta la que suele acechar en las noches en su propia
casa, celar a su pareja y controlar a los hijos con obsesión. Si lo hace es
para que nadie se entere de que existe la primera.
Por lo general, el agresor ha
sido maltratado en su infancia. Cuando recuerda en silencio su hogar, le vienen
imágenes dolorosas de sus primero años. Casi siempre tuvo que tragarse las
lágrimas porque le exigían que se comportara como un macho. Sufrió la violencia
entre sus padres, los golpes en carne propia y por lo general, el insistente
martilleo psicológico de recriminaciones sin fin. Carga la culpa de todo lo que
no hizo e hizo, y que le hicieron ver como si fuera su responsabilidad.
De alguna manera, su familia
es su venganza. Ha sido agredido y conoce esa forma de control, lo que lo
induce a repetirla. Prolonga la cadena de resentimientos en su propio hogar. No
se considera maltratador ante los demás, pero se justifica diciendo que le
gustan las cosas bien hechas, o hechas a su manera. Necesita sentirse útil,
recuperar su autoestima. Como la inseguridad lo domina, apela a lo más fácil
para dominar la situación: el maltrato.
Cuando no se apela a la
violencia física, se usan otras armas, más sutiles, pero peores: el cinismo, el
sarcasmo, el silencio, la indiferencia y la humillación. Se utilizan de forma
tal que no pueden refutarse con argumentos contundentes.
Va desde usar expresiones
frecuentes con cizaña como no sirves para nada o eres mala , hasta ignorar a
los niños con sus trabajos escolares, los oficios y logros diarios de la esposa
e impedirle a su familia que progrese como método para controlar sus actos.
Quien comete agresión una
primera vez sin arrepentirse seguramente lo hará de nuevo. Lo peor es que un
país con altos índices de violencia engendra agresores a diario. Y la cadena se
repite, también, a diario. Tal vez el castigo ayude a romperla.
Fuentes: Profamilia; María
Clara Arboleda, psicóloga; José Carlos Vilorio, psiquiatra.
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